viernes, 22 de abril de 2011

La nieve raspada de mi Tía Andrea






Escrito originalmente el 16 de abril del 2006

Siempre que empieza a hacer calor me acuerdo de que en San Miguel se ponían por éstas épocas del año a vender raspados de nieve. Nosotros simplemente la conocíamos como “nieve”. Tiene una apariencia parecida a la de la imagen, aunque en aquel tiempo no se conocían en el pueblo los vasos y cucharas de plástico.

No había mucha gente que vendiera. En el centro me acuerdo que a veces lo hacía Juan Torres, que vendía en conitos de papel. Pero sin duda la más famosa, como ya lo dije en otra ocasión, era la nieve de mi tía Andrea Rivera, en su casa de dos pisos, casi enfrente de la casa de Manuel Flores.

Mi tía Andrea era una mujer muy chaparrita y ya en ese tiempo que yo era niño tenía su pelo completamente blanco; como mucha gente de la época, usaba el pelo largo y atado con dos trenzas. Otra cosa que recuerdo de ella es que tenía el dedo de en medio de una de sus manos –creo que la derecha- más chiquito que los demás, como si no le hubiera crecido; recuerdo haber escuchado que ella decía que se le había quedado así por que un día le pico un pinacate, aunque que yo sepa esos animalitos no pican.

El local donde mi tía vendía la nieve tenía una ventana al frente y había gente que disfrutaba su vaso de nieve recargándose en la bardita, que era bastante amplia y tenía una tabla de madera. También había quienes se sentaban en orilla de la banqueta, que era una de las pocas encementadas en el pueblo. Otras gentes se pasaban al interior, donde estaba una mesa con capacidad para unas ocho personas, sentadas en dos bancas.

Ahora que ha pasado el tiempo, pienso que en gran parte el secreto del sabor de la nieve tenía mucho que ver con la cantidad de azúcar que mi tía le ponía al almíbar, pero era difícil saber de qué sabor era la más rica. Las de jamaica y tamarindo yo creo que eran las más populares, pero también había de piña, de limón y recuerdo que a veces hacía de arrayán. Sin duda la que a mí me parecía más rica era la de leche; era una verdadera delicia, o a lo mejor así nos parecía porque muy raramente la probábamos, pues costaba el doble que las otras. No estoy seguro de los precios, pero tengo idea de que los vasos de nieve costaban como 40 centavos si eran de frutas y 80 centavos si eran de leche, aunque también había vasos chicos. Por supuesto que este era un lujo que no podíamos darnos todos los días y ya nos dábamos de santos si podíamos ir a tomarnos un vaso el sábado o domingo.

Por mucho tiempo yo no supe a que se debía que supiera tan sabrosa la nieve de leche, hasta que conocí los frasquitos de vainilla. Cuando tuvimos un poco más de “modito” –como decía mi papá- compramos un cepillo y de vez en cuando comprábamos un cuarto de barra de hielo para hacer nieve raspada en la casa, pero definitivamente nunca nos supo igual.