El cerro de
San Miguel está muy ligado a la esencia y la historia del pueblo y estoy seguro
que esto se daba con más fuerza cuando éramos niños.
El pueblo
está al pie del cerro, prácticamente sólo lo separa la carretera, porque en
cuanto se pasa ésta se nota que se empieza a caminar cuesta arriba. De hecho,
no hay que caminar mucho después de la carretera para tener una perspectiva que
permite ver una extensa planicie, en su mayoría de tierra de cultivo, que se
extiende a la base de otro cerro, tal vez unos 10 kms. al norte, un cerro
bastante más pequeño que el de San Miguel. La perspectiva suele ser muy verde
en el tiempo de lluvias y color oro en el tiempo de secas, aunque a veces se
ven lunares de color verde aún en el estiaje, por los cultivos de riego
intercalados.
A mi me
gustaba en ocasiones que iba a El Tanque, invertir unos diez minutos en caminar
sobre la loma, hacia un sitio que le llaman la Piedra Grande. El
nombre viene de que ahí efectivamente existe una enorme roca sobre la cual se
puede uno trepar y desde ahí contemplar un hermoso panorama, no sólo del pueblo
y sus tierras, sino incluso de poblados aledaños, como La Constancia , San José,
Atzcatlán, San Sebastián y otros (en ese tiempo no existía el Infonavit El Romereño).
Ahora
pareciera producto de la imaginación, pero en la época en que fuimos niños era
todavía común que se vieran venados en el cerro, puercos espines, armadillos,
tejones, zorrillos, coyotes, faisanes y otras especies que ahora supongo que
estarán a punto de desaparecer. Venían gentes de otras partes a la cacería,
algunos pasaban la noche en la punta del cerro por donde hay un pequeño venero,
pues era común que algunos animales se acercaran por la noche a tomar agua.
Recuerdo que
cuando a uno se le hacía tarde en el cerro y empezaba a obscurecer, se
escuchaban los aullidos de los coyotes, cada vez más cerca, pues por la noche
esos animales se acercaban a la orilla del pueblo, buscando una oportunidad
para robarse una gallina de alguna casa.
Buena
cantidad de gente obtenía al menos parte de su sustento del cerro: los que
sembraban maíz y frijol de temporal; los que pastoreaban chivas, los que
cortaban leña y luego la vendían; los que tenían huertas, los que sacaban y
vendían camotes, entre otros. Parecen muy lejanos los días en que algunas
gentes subían hasta zonas muy altas del cerro y cortaban plantas de popote,
para elaborar escobas y venderlas; que de hecho, eran magníficas escobas. Había
gente que incluso se metía a la cueva de El Zinacate y sacaba costales de un
apestosísimo guano, para usarlo como abono.
Prácticamente
cualquiera que se saliera a caminar por el cerro en aquel tiempo, espero que
siga siendo igual, podía encontrar cosas para comer, algunas frutas silvestres
como los zapotes y las chirimoyas, guamuchiles, mezquites, tunas; también había
la oportunidad de pasar por una huerta y comer guayabas, mangos, granadas y
otras frutas. Algunas veces que yo iba a la leña al cerro aprovechaba y cortaba
unas dos docenas de nopales muy tiernos, los ensartaba en una vara y así
llegaba con ellos a la casa.
El cerro
incluso ayudaba a conformar el carácter y a educar a los niños, sobre todo a
los varones, pues recuerdo que era bien visto que los niños aprendieran desde
chicos a caminar, sin perderse, en el cerro. Este era un tema de discusión
frecuente con mi primo Memo, quien estaba seguro que uno podía ser considerado más
o menos hombre, en la relación al número de veces que había subido al cerro,
sobre todo sin ninguna compañía.
A mí siempre
me ha parecido digno de admirarse nuestro cerro. Es posible verlo desde
cualquier bocacalle del pueblo, grande, imponente y en primavera y verano muy
verde, salvo en los casos en que sufrió algún incendio en el tiempo de secas,
pues de suceder esto por un tiempo se combinara el verde con algunos puntos
negros.
Una de las
mayores satisfacciones que me brindó el cerro la tuve siendo todavía un niño:
yo quería saber lo que se sentía estar por arriba de las nubes. Es difícil
explicarlo, pero como que eso significaba para mí que yo ocupaba un lugar sobresaliente
o tal vez una mayor cercanía con Dios y con su obra. Las posibilidades de
subirse a un avión en ese tiempo eran muy remotas, así que un día observé que
en cierta época del año hay nubes demasiado bajas y, me parece que un domingo, emprendí la escalada del cerro con el único
propósito de llegar a un punto en el que al voltear hacia abajo, viera algunas
nubes. En realidad no tuve que subir mucho, yo creo que solamente a la mitad de
la loma que lleva a la cima, pero el espectáculo me pareció fabuloso.
Algo
parecido me sucedió después, cuando pude conocer “la punta del cerro”. La gente
habla de que en realidad son dos cerros, que se comunican. Yo pienso que lo que
sucede es que arriba hay una especie de hondonada que comunica dos puntos más
elevados. Me pareció muy hermoso el paisaje conformado por encinales y pinares,
y una superficie con pocas plantas, debido a que las hojas caídas de los
árboles van cubriendo el suelo. Me gustó también mucho que, sorprendentemente,
existe, o existía ahí, a esas alturas, un pequeño manantial ofreciendo una de
las aguas más ricas que he probado. Pero especialmente me fascinó el
espectáculo que puede verse caminando un poco más hacia el otro lado del cerro:
es una vista espectacular de la laguna de Chapala, de sus islas, de algunas
poblaciones ribereñas e incluso de la orilla opuesta.
Algo que
llamaba la atención cuando uno subía un poco por las lomas, era que se
escuchaban mejor los sonidos que se producían en el pueblo; por ejemplo la
música y los anuncios de los tocadiscos. Por cierto que en los días de fiesta, el
tronido de los cohetes provocaba resonancias por las barrancas del cerro, que
le agregaban un toque que me parecía bastante impresionante.
El cerro
también aportaba material para historias de misterio. Se sabía de lugares
encantados, cuevas que se desaparecían; cuevas donde en épocas de la Revolución Mexicana
o la Guerra Cristera
se habían guardado tesoros que aún permanecían ahí, como se decía de la cueva
del Zinacate. De la Cueva del Mariano se
contaba que existía un tesoro tan enorme que era imposible sacarlo en un solo
viaje. La historia decía que las personas que por suerte localizaban la cueva,
se verían en medio de enormes cofres de oro y otros tesoros, algunos llenarían
las alforjas de bestias de carga y tratarían de salir, pero al estar cerca de
la salida escucharían una voz estentórea y atemorizante que les diría: “Todo o
nada”. Por supuesto que cualquier mortal al escuchar semejante voz saldría
corriendo de la cueva y olvidándose de todo. Pero se contaba de alguien que
quiso “engañar” al espíritu que cuida la cueva y se guardó parte del tesoro. Al
tratar de salir de nuevo escuchó otra vez el “todo o nada” y supo que no podría
burlar al guardián de la cueva.
Mi papá
platicaba con frecuencia con un señor del pueblo que al parecer había dedicado
buena parte de su vida a buscar esa cueva y ese tesoro, de hecho le decían Don
Marcial “la mina”. Yo nunca supe si hablaban en serio o en broma, pero el señor
siempre decía que tenía mucha confianza en que iba a encontrar pronto la famosa
cueva y tratar de recuperar el tesoro.
En la medida
en que fuimos avanzando en nuestra educación, estas historias nos fueron
pareciendo más irreales. A mí me sucedió que en algún lugar leí, con gran
decepción, que esa leyenda no era exclusiva de nuestro pueblo. En otros pueblos
existía también una cueva con un tesoro y la ley del “todo o nada”.
Algo curioso
es que mucha gente sabía con cierta precisión en dónde se encontraba esa Cueva
del Mariano, pero también decían que no siempre era posible hallarla abierta o
de alguna manera se ocultaba. Había la creencia de que un día propicio para
buscar ese y otros tesoros era el Jueves Santo, pero esto yo creo que da
material para platicar con más detalle el tema de los tesoros en el pueblo.