viernes, 23 de mayo de 2014

El cerro de San Miguel

Escrito originalmente el 5 de abril del 2008.





El cerro de San Miguel está muy ligado a la esencia y la historia del pueblo y estoy seguro que esto se daba con más fuerza cuando éramos niños.

El pueblo está al pie del cerro, prácticamente sólo lo separa la carretera, porque en cuanto se pasa ésta se nota que se empieza a caminar cuesta arriba. De hecho, no hay que caminar mucho después de la carretera para tener una perspectiva que permite ver una extensa planicie, en su mayoría de tierra de cultivo, que se extiende a la base de otro cerro, tal vez unos 10 kms. al norte, un cerro bastante más pequeño que el de San Miguel. La perspectiva suele ser muy verde en el tiempo de lluvias y color oro en el tiempo de secas, aunque a veces se ven lunares de color verde aún en el estiaje, por los cultivos de riego intercalados.

A mi me gustaba en ocasiones que iba a El Tanque, invertir unos diez minutos en caminar sobre la loma, hacia un sitio que le llaman la Piedra Grande. El nombre viene de que ahí efectivamente existe una enorme roca sobre la cual se puede uno trepar y desde ahí contemplar un hermoso panorama, no sólo del pueblo y sus tierras, sino incluso de poblados aledaños, como La Constancia, San José, Atzcatlán, San Sebastián y otros (en ese tiempo no existía el Infonavit El Romereño).

Ahora pareciera producto de la imaginación, pero en la época en que fuimos niños era todavía común que se vieran venados en el cerro, puercos espines, armadillos, tejones, zorrillos, coyotes, faisanes y otras especies que ahora supongo que estarán a punto de desaparecer. Venían gentes de otras partes a la cacería, algunos pasaban la noche en la punta del cerro por donde hay un pequeño venero, pues era común que algunos animales se acercaran por la noche a tomar agua.

Recuerdo que cuando a uno se le hacía tarde en el cerro y empezaba a obscurecer, se escuchaban los aullidos de los coyotes, cada vez más cerca, pues por la noche esos animales se acercaban a la orilla del pueblo, buscando una oportunidad para robarse una gallina de alguna casa.

Buena cantidad de gente obtenía al menos parte de su sustento del cerro: los que sembraban maíz y frijol de temporal; los que pastoreaban chivas, los que cortaban leña y luego la vendían; los que tenían huertas, los que sacaban y vendían camotes, entre otros. Parecen muy lejanos los días en que algunas gentes subían hasta zonas muy altas del cerro y cortaban plantas de popote, para elaborar escobas y venderlas; que de hecho, eran magníficas escobas. Había gente que incluso se metía a la cueva de El Zinacate y sacaba costales de un apestosísimo guano, para usarlo como abono.

Prácticamente cualquiera que se saliera a caminar por el cerro en aquel tiempo, espero que siga siendo igual, podía encontrar cosas para comer, algunas frutas silvestres como los zapotes y las chirimoyas, guamuchiles, mezquites, tunas; también había la oportunidad de pasar por una huerta y comer guayabas, mangos, granadas y otras frutas. Algunas veces que yo iba a la leña al cerro aprovechaba y cortaba unas dos docenas de nopales muy tiernos, los ensartaba en una vara y así llegaba con ellos a la casa.

El cerro incluso ayudaba a conformar el carácter y a educar a los niños, sobre todo a los varones, pues recuerdo que era bien visto que los niños aprendieran desde chicos a caminar, sin perderse, en el cerro. Este era un tema de discusión frecuente con mi primo Memo, quien estaba seguro que uno podía ser considerado más o menos hombre, en la relación al número de veces que había subido al cerro, sobre todo sin ninguna compañía.

A mí siempre me ha parecido digno de admirarse nuestro cerro. Es posible verlo desde cualquier bocacalle del pueblo, grande, imponente y en primavera y verano muy verde, salvo en los casos en que sufrió algún incendio en el tiempo de secas, pues de suceder esto por un tiempo se combinara el verde con algunos puntos negros.

Una de las mayores satisfacciones que me brindó el cerro la tuve siendo todavía un niño: yo quería saber lo que se sentía estar por arriba de las nubes. Es difícil explicarlo, pero como que eso significaba para mí que yo ocupaba un lugar sobresaliente o tal vez una mayor cercanía con Dios y con su obra. Las posibilidades de subirse a un avión en ese tiempo eran muy remotas, así que un día observé que en cierta época del año hay nubes demasiado bajas y, me parece que un domingo,  emprendí la escalada del cerro con el único propósito de llegar a un punto en el que al voltear hacia abajo, viera algunas nubes. En realidad no tuve que subir mucho, yo creo que solamente a la mitad de la loma que lleva a la cima, pero el espectáculo me pareció fabuloso.

Algo parecido me sucedió después, cuando pude conocer “la punta del cerro”. La gente habla de que en realidad son dos cerros, que se comunican. Yo pienso que lo que sucede es que arriba hay una especie de hondonada que comunica dos puntos más elevados. Me pareció muy hermoso el paisaje conformado por encinales y pinares, y una superficie con pocas plantas, debido a que las hojas caídas de los árboles van cubriendo el suelo. Me gustó también mucho que, sorprendentemente, existe, o existía ahí, a esas alturas, un pequeño manantial ofreciendo una de las aguas más ricas que he probado. Pero especialmente me fascinó el espectáculo que puede verse caminando un poco más hacia el otro lado del cerro: es una vista espectacular de la laguna de Chapala, de sus islas, de algunas poblaciones ribereñas e incluso de la orilla opuesta.

Algo que llamaba la atención cuando uno subía un poco por las lomas, era que se escuchaban mejor los sonidos que se producían en el pueblo; por ejemplo la música y los anuncios de los tocadiscos. Por cierto que en los días de fiesta, el tronido de los cohetes provocaba resonancias por las barrancas del cerro, que le agregaban un toque que me parecía bastante impresionante.

El cerro también aportaba material para historias de misterio. Se sabía de lugares encantados, cuevas que se desaparecían; cuevas donde en épocas de la Revolución Mexicana o la Guerra Cristera se habían guardado tesoros que aún permanecían ahí, como se decía de la cueva del Zinacate.  De la Cueva del Mariano se contaba que existía un tesoro tan enorme que era imposible sacarlo en un solo viaje. La historia decía que las personas que por suerte localizaban la cueva, se verían en medio de enormes cofres de oro y otros tesoros, algunos llenarían las alforjas de bestias de carga y tratarían de salir, pero al estar cerca de la salida escucharían una voz estentórea y atemorizante que les diría: “Todo o nada”. Por supuesto que cualquier mortal al escuchar semejante voz saldría corriendo de la cueva y olvidándose de todo. Pero se contaba de alguien que quiso “engañar” al espíritu que cuida la cueva y se guardó parte del tesoro. Al tratar de salir de nuevo escuchó otra vez el “todo o nada” y supo que no podría burlar al guardián de la cueva.

Mi papá platicaba con frecuencia con un señor del pueblo que al parecer había dedicado buena parte de su vida a buscar esa cueva y ese tesoro, de hecho le decían Don Marcial “la mina”. Yo nunca supe si hablaban en serio o en broma, pero el señor siempre decía que tenía mucha confianza en que iba a encontrar pronto la famosa cueva y tratar de recuperar el tesoro.

En la medida en que fuimos avanzando en nuestra educación, estas historias nos fueron pareciendo más irreales. A mí me sucedió que en algún lugar leí, con gran decepción, que esa leyenda no era exclusiva de nuestro pueblo. En otros pueblos existía también una cueva con un tesoro y la ley del “todo o nada”.


Algo curioso es que mucha gente sabía con cierta precisión en dónde se encontraba esa Cueva del Mariano, pero también decían que no siempre era posible hallarla abierta o de alguna manera se ocultaba. Había la creencia de que un día propicio para buscar ese y otros tesoros era el Jueves Santo, pero esto yo creo que da material para platicar con más detalle el tema de los tesoros en el pueblo.