domingo, 14 de febrero de 2010

Los caballos de mi pueblo



Esta narración es un poco para darle continuidad a la que acabo de escribir sobre Antonio Aguilar y ha sido inspirada por una persona muy querida, quien me ha hecho ver lo afortunados que éramos cuando niños, por tener siempre caballos cerca.

Pienso que podría decirse que en mi pueblo había dos tipos de caballos, los de la chamba y los de presumir. La mayor parte de ellos pertenecían a la primera clasificación y de muy pocos podía decirse que cumplían la doble función. Aunque la gente más amolada apenas llegaba a tener uno o dos burritos para las chambas más pesadas. En mi pueblo era conocido el dicho aquel de “Pistola, caballo y mujer, tener bueno o no tener”, pero muy pocos podían cumplirlo.

En ese tiempo todavía era muy frecuente que los caballos se emplearan para “el tronco” o sea para jalar el arado, uniendo dos caballos más o menos de las mismas características, sobre todo de alzada, para que la tracción fuera más pareja. Con esta palabra de “alzada”, que se refiere a la altura, empiezo a usar ya un lenguaje especializado relacionado con los caballos.

Muchos otros caballos eran empleados para cargar pastura o la leche que llevaban a entregar por mayoreo o que en algunos casos repartían por las casas. La gente que recibía a alguien que le vendía leche en su casa decía que tenía un “entriego”. Llegaba el lechero con un caballo casi siempre flaco y somnoliento y con una medida de a litro le pasaba la leche tomada de una cántara de lámina. Poco a poco el lechero iba vaciando la cántara de leche a lo largo de su recorrido. Yo no conozco la razón por la que todos los caballos que apoyaban esta repartición tenían una apariencia así, pero hasta se generalizó el uso de la frase: “pareces caballo lechero” para referirse a alguien que no podía disimular la flojera.

Mi tío Enrique, por ejemplo, tenía un caballo que a nosotros nos parecía enorme y que por lo mismo grandote y pesado le pusieron por nombre “El elefante”. Ese caballo era el usado para llevar y traer las vacas del campo. Yo acompañé a mi primo Lupillo a realizar esa tarea en más de una ocasión, trepado en ese caballote. Con otro caballo se apoyaban para sacar agua de la noria, antes de que hubiera electricidad y se pudieran instalar una bomba. Pero también tenía otro caballo que casi nunca sacaba y que si mal no recuerdo se llamaba “El charro”; era un caballo prieto azabache que le hizo ganar a mi tío algunas carreras. Ese solamente lo montaba él, y muy de vez en cuando, porque mi tío ya estaba grande de edad y, aunque toda su vida fue un magnífico jinete y hasta “arrendador”, ya para entonces le costaba bastante trabajo montar.

Los domingos y días de fiesta era cuando se sacaban los mejores caballos para ir a dar la vuelta, así como la mejor silla de montar, pues durante la semana se utilizaba la más resistente para el trabajo. Es más, muchas veces se montaban “a pelo”, o sea sin ninguna silla, y solamente usando un lazo como rienda. A veces el mismo lazo funcionaba como fuete, para golpear al caballo y hacerlo que avanzara más aprisa.

Ya he platicado en otra ocasión que en los días de campo era común ver a los muchachos con sus caballos, buscando convencer a alguna chava para que diera un paseo con ellos. Lo común era que el jinete se montara en las ancas y le dejara la silla a la dama. Él seguiría sujetando las riendas, lo que obligaba a rodear con sus brazos a su compañera; obviamente esa cercanía física propiciaba sensaciones muy agradables, me imagino que para los dos.

Aunque ahora se vea poco práctico y hasta medio ridículo, yo recuerdo todavía cuando se hablaba mal de las jóvenes que montaban con las dos piernas abiertas. En los primeros desfiles de las fiestas patrias que recuerdo, la reina muchas veces era llevada en caballo, pero montada con las dos piernas hacia un mismo lado. Ahora que recuerdo, las muchachas que en el Lienzo Charro de Poncitlán pertenecían a la “escaramuza charra” y que daban un espectáculo de dominio de caballo cada que había jaripeo, siempre montaban así. A mí siempre me dio la impresión de que las muchachas cabalgaban menos seguras de esa forma y por tanto estaban más expuestas a caerse o a que su acompañante las tuviera que sujetar.

Ahora que en la realidad sí era conveniente que el dueño del caballo acompañara a la muchacha, pues recuerdo algunos casos de caballos desbocados. No sé exactamente porqué un caballo llega a desbocarse, supongo que a veces es por un susto, pero supongo también que se debe a que en algún momento sienten que nadie está controlando sus riendas. Eran momentos de mucha angustia cuando el caballo corría por el campo o por las calles, sin detenerse, con riesgo no solamente de tirar al jinete, sino también de atropellar a algún desafortunado peatón.

Por si fuera poco, había muchas posibilidades de que los caballos hubieran desarrollado algún tipo de “maña”, que solamente su dueño conocía. Por ejemplo, muchos caballos se asustaban y encabritaban si el jinete les pegaba o simplemente hacía un ademán de pegarle en alguna parte de su cuerpo; otros “no sabían de en ancas”, o sea que no admitían que alguien se les montara en las ancas; otros más se ponían nerviosos cuando veían algo; aquí se puede agregar lo que pasaba cuando veían alguna yegua en celo, pues obviamente el caballo buscaría la forma de deshacerse lo más pronto posible de su carga, para atender al llamado de la naturaleza.

Pero realmente creo que la mayor parte del tiempo los muchachos usaban su caballo para ellos mismos, se iban a ver a la novia a algún pueblo cercano o simplemente a tomar con sus amigos. Con frecuencia las mamás nos decían que no saliéramos a las calles, “porque andaba un borracho” al que se le había ocurrido tomar la calle para hacer arrancones con sus caballos. Recuerdo como saltaban las chispas de las herraduras al golpearse contra las piedras.

A propósito de herraduras, siempre me llamó la atención que la mayor parte de la gente iba a ponérselas con Rodolfo Hernández, parece que no había alguien más que lo hiciera; por otra parte creo que las herraduras les duraban por mucho tiempo, supongo que hasta que se desgastaran o por alguna razón se desclavaran.

En Poncitlán me tocó en alguna ocasión ir a la casa de un talabartero, o sea un señor que trabajaba la piel y hacía sillas de montar. Era un trabajo realmente artesanal, que requería de mucha paciencia y creatividad. Por lo mismo las sillas eran bastante caras. Recuerdo que también en Guadalajara se podían comprar sillas de montar en el mercado de San Juan de Dios, lo cual no dejaba de parecerme curioso, por tratarse de una gran ciudad, aunque obviamente los clientes eran campesinos o ganaderos que iban de pueblos o ranchos.

Otras oportunidades para sacar los mejores caballos eran los días de toros, o sea cuando había jaripeo en el toril del pueblo. Los jinetes usarían ese día sus mejores sillas, su mejor sombrero y su mejor reata, a la cual en muchos casos se le daba un tratamiento con cera Campeche para que se pusiera más rígida. Muchos de estos jinetes ni siquiera se meterían al toril, pero al menos tendrían la oportunidad de lucir sus caballos, sus aparejos y sus dotes de jinete. Ya he platicado también que por mucho tiempo se organizaban carreras de caballos en la calle de abajo en los días de San Antonio, San Juan y San Pedro y San Pablo, o sea los “días alegres”.

En esos días era cuando uno tenía más oportunidad de ver a quienes habían invertido tiempo en cuidar la imagen de su caballo y enseñarles alguna suerte. Ahí también uno podía ver que algunos de los jinetes trataban de copiar lo que habían visto en las películas sobre cómo hacer bailar al caballo, o cómo cabalgar, hasta en la forma de sentarse en la silla y agarrar las riendas se notaba que estaba inspirada en alguna película de texanos, de Tony Aguilar o de Gastón Santos.

Muchos de estos jinetes terminarían el día muy bien servidos, así que le correspondería al noble caballo llevarlos a su casa, a veces cerca y a veces incluso en otro pueblo, a través de caminos inhóspitos. Algo equivalente a poner un piloto automático y dejarle la chamba al pobre caballo.

En esas carreras de los “días alegres” se concertaban otras, que ahora llevarían una apuesta de por medio. Era común escuchar expresiones como los siguientes: “Le juego 500 pesos (que en ese tiempo era mucha lana” a ese tordillo, en 300 varas”. Yo por mucho tiempo anduve investigando cuanto medía una vara, entendiendo que se trataba de una unidad de medida antigua. Hubo quien me dijo que una vara equivalía a 90 centímetros, lo cual no dejó de sorprenderme, porque es lo equivalente a una yarda inglesa; aunque también ví que algunos le daban el equivalente a un metro, o sea que usaban la palabra “vara” nada más para hablar en un lenguaje especialmente relacionado con caballos.

Por un tiempo, ya a principios de los 70s, funcionó un carril de carreras que estaba entre “La Parota” y el camposanto. Se juntaba bastante gente y venían también de otros pueblos. Había venta de cerveza y antojitos y hasta grupos musicales se acercaban. Algunas de las gentes más reconocidas por el gusto de las carreras y por su honestidad actuaban como “vedores” o sea que eran una especie de jueces, que decidían quien había ganado en caso de dudas.

Así que no estoy seguro de si los términos que se usaban en mi pueblo en lo que se relacionaba con caballos eran correctos o iguales a los usados en otras partes. Pienso especialmente en la forma de describirlos: ya mencioné la palabra “tordillo”, que seguramente viene de “tordo” y que indica algo que combina el color negro con el blanco. Otras formas de referirse a los colores del caballo son los siguientes: aunque sinceramente no sé en que casos se estaba haciendo referencia a la piel del caballo y en cuales a los de sus crines. En algunas de estas descripciones me he apoyado en el diccionario de la Real Academia Española.


• Alazán. Esta palabra viene desde el árabe. Significa de color más o menos rojo, o muy parecido al de la canela, aunque también se usaba la palabra “canelo”, para un caballo de ese color.





• Azabache. También viene del árabe y mucha gente sabe que se refiere al color negro. Una canción de Toño Aguilar decía “Caballo prieto azabache, como olvidarte, te debo la vida…”.



• Bayo. Se supone que era un caballo de cabello o piel amarillenta.



• Moro. De pelo negro con una estrella o mancha blanca en la frente. Parece que a veces cuando se habla de “moro” se está haciendo referencia a la raza y en otras al color.


• Palomino. Uno podría pensar que se refiere a un caballo blanco, pero más bien en el pelaje.


• Pardo. Esta descripción está un poco más complicada, el diccionario dice que es “Del color de la tierra, o de la piel del oso común, intermedio entre blanco y negro, con tinte rojo amarillento, y más oscuro que el gris.” En mi pueblo decíamos que “llegándose la noche todos los burros son pardos” para indicar que todos se veían igual.



• Pinto. Este no requiere mucha explicación, se les decía así a los caballos que tenían una mezcla de colores.


• Retinto. De color castaño muy obscuro.

• Roano. (creo que en mi pueblo decían más bien “ruano”. Mezcla de blanco, alazán y negro.



• Rosillo. Este es un poco más complicado, porque por una parte se refiere a un color rojo claro, pero también puede referirse al color del pelo, con una mezcla de negro, blanco y castaño.



• Tordillo. Que combina el color negro con el blanco.

• Zaino. También del árabe y al parecer también usada para describir a un caballo de color castaño oscuro y sin mezcla.



Además estaba la situación de que había algunos tonos medios combinados, por ejemplo, esta sería la foto de un caballo “alazán tostado”



Como les mencionaba, a veces la forma de describir al caballo también se relacionaba con manchas en la frente, o en las patas. Por ejemplo, un caballo cuatralbo era el que tenía color blanco en las cuatro patas. Mientras que si solamente eran dos patas, se le llamaba “dosalbo”. El siguiente sería un caballo alazán y cuatralbo. Si no me equivoco, también se le podría llamar “lucero” por la mancha en la frente.




La mayoría de los caballos de mi pueblo no se parecían a los de estas fotografías, ni en la alzada ni en lo bien alimentados. Eran caballos criollos, humildes, de baja alzada y regularmente mal alimentados.

El caballo de mi tío Enrique, a pesar de que ganó algunas carreras, más bien era un caballo chaparrón, pero con poderosas zancas traseras. Ahora que él cuidaba mucho su alimentación y recuerdo haberlo visto dándole hasta huevos crudos de comer. Arturo Torres llegó a tener también algunos caballos más o menos de buen ver, pero los recursos no eran muchos para tener caballos de raza. Los Jáuregui tuvieron por un tiempo un caballo pinto que era de los que mejor estampa tenían en el pueblo.

De niños veíamos muchos caballos y las calles estaban cubiertas de estiércol de vaca y de caballo. Parecía que no era complicado tener al menos uno, recuerdo que hasta en la casa se mencionaba la posibilidad de que tuviéramos uno, cosa que no me agradaba mucho, porque pensaba que eso significaría que me iba a tocar estar al pendiente de su alimentación, de tenerle siempre agua y mantener limpio el sitio donde lo tuviéramos.

Mucha gente, para ahorrar, soltaba sus caballos en el cerro por temporadas, esperando que por ahí se alimentaran de pasto y bajaran a los arroyos a tomar agua. Solamente iban a buscarlos cuando ya los necesitaban, confiando en que los demás respetarían las marcas que identificaban al propietario y confiando también en que cuando llegara el momento alguien les diría por donde los habían visto.

Me he preguntado muchas veces qué fue lo que hizo que poco a poco la gente fuera dejando de pensar en tener un caballo. En ese tiempo las camionetas eran muy raras, pero pienso que los jóvenes empezaron a preferir las bicicletas. Yo veía que mis primos mayores y algunos de sus amigos se sentían muy contentos con sus bicicletas. Las traían lo más adornadas posibles, con la ventaja de que se les podía instalar un foco para andar en caminos oscuros, no necesitaban alimentación ocupaban poco espacio y despertaban igualmente la curiosidad de las muchachas, junto con otras ventajas.

Pero no hay duda de que los caballos formaban parte de nuestro mundo más cercano. Tengo muy clara la imagen de cuando de muy niño vi nacer un potrillito, cerca del campo de futbol, fue realmente un espectáculo muy bonito y a la vez inquietante. Recuerdo como me sorprendió que el potrillito cayó al suelo parado, extremadamente delgado, pero poco a poco se fue inflando, en la medida en que aspiraba oxígeno; también me sorprendió que empezó de inmediato a caminar, aunque trastabillando, mientras su mamá lo seguía para tratar de limpiarlo y acariciarlo con su lengua.

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