domingo, 31 de octubre de 2010

La Fiesta de Poncitlán cuando niños






La fiesta de Poncitlán cuando niños

(Escrito originalmente en Dic. 23 de 2003)

Pocos acontecimientos eran tan esperados en el pueblo como la Fiesta de Poncitlán; yo no sé porqué la gente le decía “la función de Ponci”, pero era la frase más utilizada. La fiesta es el tercer domingo en el mes de noviembre, algo que yo he dicho que deberíamos copiar en San Miguel y no dejar que la fiesta caiga entre semana, pues disminuye la posibilidad de que la gente le dedique atención.

Mi mamá nos inculcaba mucho que debíamos ahorrar para la fiesta, así que muchas veces teníamos una alcancía que íbamos llenando con lo que ganábamos haciendo algunos trabajos o guardando centavitos de lo que nos daban para la escuela o de domingo. Las alcancías casi siempre eran hechas de alguna lata o botella.

El día de la fiesta todo mundo se levantaba más temprano. Mi mamá probablemente tendría que darnos una arregladita del pelo y terminar algún estreno que nos confeccionaba ella misma, además de los “encargos” que tenía. A mi papá no le agradaba mucho la idea de ir, así que muchas veces buscábamos irnos con los primos o con los tíos.

Parte importante de la fiesta eran (y supongo que siguen siendo) los carros alegóricos. En estos carros se representaban escenas religiosas; algunas señoras muy reconocidas en Poncitlán iban en el desfile lanzando maldiciones contra el demonio y el comunismo, apoyadas con un micrófono, mientras los carros iban circulando. El carro principal, el último, llevaba a la virgen del Rosario, la patrona del pueblo.

¿Cuál era el chiste de la fiesta? A estas alturas resulta difícil explicarlo, pero cuando niños estábamos ansiosos de hacer el viaje a Poncitlán y adentrarnos en las atracciones de la Fiesta. El viaje de ida sería por cierto bastante incómodo, pues regularmente los autobuses pasaban muy llenos y en caso de que se pararan ya sabía uno que tendría que ir apachurrado en medio de mucha gente. Lo bueno es que ese día casi todos se bañaban y se ponían sus mejores perfumes. El viaje de regreso sería regularmente en las mismas condiciones, a pesar de que muchas veces usaríamos un transporte improvisado como público, como eran las camionetas o trocas de la gente del pueblo.

Ya una vez en Ponci, que por cierto el camión en esos días lo dejaba a uno más lejos de la central porque el área se llenaba de puestos y otras cosas, podía uno bajar y dedicar un buen rato a recorrer los puestos de vendimias. En ellos era posible encontrar una gran cantidad de juguetes, comida, artículos para la casa, ropa, Etc.

A mi me gustaba hacer esos recorridos, aunque con la mano vigilando constantemente que el dinero no se desapareciera (había muchos ladrones en ese día que se robaban las carteras) tratando de encontrar la mejor manera de gastar el dinero. Regularmente terminaba uno comprando una pistolita que detonaba unos truenos de pólvora que venían en un rollo. A lo mejor también una máscara y una corneta de lámina para ir haciendo ruido. Esas ganas de ir tocando la cornetita debe tener alguna explicación psicológica, pues parece que lo siguen haciendo. Yo recuerdo que uno trataba de replicar con esa cornetilla la música que se escuchaba por todos lados en los diferentes puestos.

A los puestos grandes donde vendían comida y bebidas les llamaban terrazas. Yo siempre pensé, cuando era niño, que realmente se necesitaba mucho dinero para llegar a consumir en una de ellas; después me dí cuenta de que no lo era tanto. Probablemente la impresión venía de que era frecuente ver a los “norteños” estar consumiendo bebidas con sus amigos, rodeados con un mariachi o al menos un conjunto de música norteña. Uno podía ver que el fulano que estaba invitando la bebida y la comida era norteño porque se le notaba hasta en la forma de vestir, además de que muchos de ellas venían de Chicago y eso se podía saber por lo descolorido de su piel.

Para muchos paisanos que trabajaban en Estados Unidos en aquel tiempo (me imagino que para muchos sigue siendo lo mismo) uno de sus sueños dorados era juntar dinero y venir para una fiesta de Poncitlán, emborracharse con un grupo de sus amigos más cercanos, trayendo el mariachi detrás de él por las terrazas e incluso por la plaza. Algunos así lo hacían, con todas las dificultades que implicaba que un grupo de gentes trataran de caminar juntos en medio de una multitud.

La plaza era el lugar principalmente para los jóvenes, cuando llegaba la noche y la banda del pueblo empezaba a tocar su música; de niño yo trataba de no acercarme demasiado, para no correr el riesgo de ser empujado por la bola de gente. En otra ocasión platicaré lo que significaba caminar por esta plaza en ese día siendo joven, por ahora quisiera mencionar solamente que los olores que se desprendían eran muy bonitos, por la cantidad de nardos, gladiolos, gardenias, rosas y otras flores que abundaban, así como porque la gente olía a jabón, a limpio y unos cuantos a perfume.

Yo prefería gastar mi dinero en juegos, como el tiro al blanco con rifles de municiones. Casi siempre había dos tipos de rifles, los más caros tenían toda la apariencia de un rifle de verdad y mucha más precisión. Pero si el dinero era poco (y siempre lo era) resultaba más barato un rifle más pequeño, el cual no garantizaba mucha precisión en los tiros. Esta era una diversión para chicos y grandes, pues muchos jóvenes trataban de llevar a sus candidatas a novia a esos puestos, en parte para impresionarlas con su puntería, en parte también para tomar como pretexto que les estaban enseñando a tomar el rifle y apuntar y poder acercarse más a ellas y tocar sus manos.

Había también unos juegos que implicaban disparar con unos rifles que lanzaban corchos. La idea era derribar algunos regalos (que casi siempre eran cajetillas de cigarros) pero el canijo rifle disparaba por cualquier lado y era muy difícil obtener un premio. Alguna vez me llevé tremenda desilusión, porque después de que finalmente pude derribar una cajetilla de algo, el fulano me dijo que no bastaba tumbarla, sino que era necesario que la cajetilla cayera del estante.

A los juegos mecánicos creo que me subía poco, pues algunos me parecían muy simples y de otros me parecía que no era nada agradable la sensación que producían, así que se me hacía contradictorio el pagar por treparse a un aparato que iba a provocar sensaciones incómodas.

Era común que emprendiéramos el regreso a casa por la tarde. Ya sin dinero y muchas veces con la frustración de que te hubiera gustado quedarte más rato, o también con la idea de que a lo mejor te avorazaste y no aprovechaste tus ahorros de la mejor manera. Mi papá explicaba muy bien cómo eran las expresiones de la gente cuando iba camino a la fiesta y cómo eran a su regreso, cansados y sin dinero.

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