(Escrito originalmente el domingo 11 de abril de 2003)
En el San Miguel que nos tocó vivir la llegada de la Semana Santa era algo que se anticipaba debidamente. De hecho toda la Cuaresma transformaba la vida del pueblo. Desde el inicio, en el Miércoles de Ceniza, era rara la gente que no acudía al templo a tomar ceniza, así que prácticamente todo mundo portaba ese miércoles su cruz en la frente y en ese tiempo no se veía tan mal que a muchos todavía se les notara dos o tres días después, aunque fuera señal de que no se habían bañado.
Durante toda la Cuaresma había que cuidar que el viernes la comida fuera diferente, sin carne si ésta no era de pescado. Con los limitados recursos que teníamos mi mamá buscaba prepararnos comida rica, como lentejas y habas; las tortitas de camarón eran mis preferidas, aunque este platillo si implicaba una inversión más fuerte. La capirotada no siempre era posible, ni tampoco prepararla con los ingredientes completos; recuerdo que yo buscaba entre el pan las pasas, que me gustaban bastante, aunque casi siempre eran muy pocas.
En el templo todas las figuras religiosas se cubrían con lienzos color morado y recuerdo que por mucho tiempo la costumbre era que en toda la Cuaresma no podía haber bodas, aunque no recuerdo si tampoco otros sacramentos como la Primera Comunión, bautizos y quinceañeras.
El Domingo de Ramos uno sentía que los días grandes se acercaban; era un día que a mí me parecía de fiesta (y creo que eso es lo que sucedió realmente en la vida de Cristo) mientras que en los días siguientes ya se percibía el ambiente de luto. Sin embargo, lo que quizá le daba un sabor muy especial a esos días era la combinación de momentos de tristeza y devoción con los de pachanga y diversión. Tengo la idea de que la mayor parte de la gente hacía un balance en ambas cosas: trataba de cumplir con lo que sentía que eran sus obligaciones religiosas y luego, ya con su conciencia más tranquila, se dedicaba a descansar o divertirse.
Lo común era que todo mundo trabajara solamente hasta el miércoles a medio día. Como en ese tiempo la mayoría de la gente trabajaba por un pago diario, era una semana que no le rendía a los patrones, pues prácticamente se trabajaba la mitad o menos, pero yo veía como que era un valor entendido. Mucha gente, los más católicos, evitaban bañarse en jueves y viernes, que dizque porque hacerlo significaba bañarse con la sangre de Cristo, así que aprovechaban para esto la tarde del miércoles.
A mi mamá no le agradaba que nosotros nos bañáramos en esos días, pero precisamente uno de los lugares más concurridos era El Tanque, aprovechando que el agua ya estaba un poco más tibia, después de la entrada de la primavera.
Uno de los lugares al que la gente también acudía en esos días era a pescar al río. Algunas veces, muy pocas, fui con mi papá, siendo más grande iba con mis primos y otros amigos y también sólo. En las últimas idas ya se hacía una combinación de la pesca con la diversión de llevarse una botella de vino y convivir con los amigos.
Para ir a pescar al río había que levantarse muy temprano. Recuerdo varias ocasiones en que mi mamá se tuvo que levantar para ayudarme a preparar una gorda de masa de maíz, que era lo que usábamos como cebo. Yo no sé si efectivamente era importante llegar temprano porque a esa hora era más fácil que “picaran” las carpas, como algunas gentes decían, o simplemente porque en esos días los mejores lugares se ocupaban pronto.
Para pescar había que llegar y con el mismo palo del anzuelo (un otate) abrir un espacio entre los lirios, de manera que el “testigo” quedara protegido de las corrientes. El hueco tenía que ser suficientemente grande para que uno pudiera dejar caer el anzuelo y a una buena distancia de la orilla, para que la profundidad del agua fuera adecuada. El “testigo” lo preparábamos con una rama de lirio, aquí el chiste era que quedara a una distancia adecuada del anzuelo, de manera que éste pudiera sumergirse a una profundidad conveniente. Esto lo fui aprendiendo poco a poco, viendo a otros pescadores, como mi primo Pepe, a quien siempre veía yo que le iba muy bien con la pesca. Yo creo que yo nunca fui un pescador experto, por eso tal vez aprecio más las ocasiones en que pude sacar dos o tres pescados de buen tamaño.
Lo que más abundaba en el río eran carpas, aunque cuando era muy pequeño recuerdo que llegué a ver que se sacaran también bagres, los cuales por cierto me parecieron muy feos cuando los ví por primera vez. Las carpas grandes saltaban a veces en las partes más alejadas de las orillas, por eso casi siempre lo que uno sacaba eran piezas de tamaño mediano.
Creo que el principal recurso que uno debía poner en práctica para pescar con la técnica de los anzuelos era la paciencia: había que saber esperar con mucha calma y no desesperarse si después de algún rato el “testigo” permanecía inmóvil. Era frecuente que uno se desespera y sacara el anzuelo para ver si no estaba fallando algo o para revisar si la cebada no se había desecho. Supongo que entre más hacían movimientos de este tipo había menos posibilidades de conseguir una presa, pero esto se aprende con el tiempo.
Creo que lo más enriquecedor de estas idas a pescar era que poco a poco uno va cayendo en una suerte de meditación profunda. La soledad, el brillo del agua con los primeros rayos del sol, el canto de los pájaros y graznar de los patos, el zumbido de los moscos… todo ello iba creando el ambiente propicio para que nuestra mente comenzara a divagar y moverse, principalmente hacia el futuro. Muchas veces he pensado que la gente en los pueblos tiene más oportunidades de fortalecer su carácter desde niños, simplemente porque uno pasa más tiempo sólo, platicando consigo mismo. En lo personal, creo que muchos de mis sueños y proyectos de cómo esperaba ser y lo que esperaba hacer en el futuro los dibujé en esas mañanas frente al río de San Miguel, con el pretexto de estar cuidando un anzuelo.
Yo acostumbraba ir a las diferentes ceremonias del templo en esos días; aunque en la medida en que iba creciendo ya había ocasiones en que lo hacía más por compromiso que por devoción. Recuerdo que en los días santos no sonaban las campanas, sino que pasaba un acólito sonando una especie de matraca por las principales calles; esto era algo bastante pesado, y yo diría que poco práctico, así que no me extrañó cuando dejó de hacerse.
La mayor parte de la gente buscaba irse de paseo en los días santos y ya he platicado que los lugares más concurridos para ello eran el río, en la parte de la isla, El Rancho y El Tanque. Era muy común que la gente visitara uno de estos lugares en el jueves, otro el viernes y otro el sábado. No se requería mucho para hacer un paseo, con unas latas de sardina (el atún llegó después y era considerado como algo más de lujo), galletas, tostadas o pan Bimbo; jitomates, cebolla, chiles jalapeños, refrescos o cervezas, era suficiente.
Muchos de los paseos eran organizados por familias, pero también había algunos que se organizaban por grupos de jóvenes, que se iban juntos y compartían la comida que llevaban. Algo que también era muy rico en esos casos eran los tacos de frijoles, como que el sólo hecho de sacarlos de la casa y calentarlos con brasas les daba un sabor especial; por eso se les llamaba “tacos paseados”. Lo que también era normal era que mucha gente se fuera a esos paseos sin llevar nada de comida y disimuladamente se acercaba a los grupitos esperando que alguien les ofreciera algo, lo que casi siempre sucedía.
Los jóvenes que tenían caballos se acercaban a los lugares donde había paseos con la intención de que alguna chava aceptara dar un paseo en ellos. La gente hacía comentarios poco favorables para las muchachas que tomaban un paseo a caballo y luego se perdían por un rato, pero creo que eso no les importaba mucho a las muchachas. Yo no sé si efectivamente algunos de esos paseos a caballo terminaban en situaciones como las que la gente murmuraba, pero, en términos generales, la reputación de muchas chamacas quedó en entredicho después de alguno de estos paseos de Semana Santa.
En los paseos al río había la ventaja de que casi siempre era tiempo de guasanas, así que la gente se iba a cortar algunas y a preparar unas tatemas, a veces usando como combustible las rajas de vacas, que no son otra cosa que las cacas secas. La limpieza no era algo que preocupara mucho a la gente en ese tiempo. En estas visitas al río también había caballos que podían hacer recorridos por los potreros, pero había también el atractivo de un paseo en la canoa.
En estos paseos casi nunca faltaban los grupos de jóvenes, un poco más grandes, que se separaban del resto de la gente y hacían reuniones un tanto clandestinas. Yo siempre fui curioso y me sentía con confianza de acercarme, de esta manera veía a gente que empezaba a fumar o veía como alguien sacaba una botella de vino de quien sabe donde, para compartirla con los cuates. Era también frecuente que alguien sacara una baraja y se organizaran las partidas de cartas.
En otra ocasión platicaré la costumbre que existía la noche del sábado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario