jueves, 5 de noviembre de 2015

La afición por el cine





















Alguien me preguntó hace poco por el cine en San Miguel. Me preguntaron si en mi pueblo también se acostumbraba que dieran cine en la calle. Le comenté que sí, que de vez en cuando iban compañías refresqueras que pasaban una película gratuita y en la compra de un refresco regalaban un boleto para sortear luego artículos como vasos, charolas, destapadores, Etc. Creo que nosotros nunca nos sacamos nada, pero nos divertíamos mucho viendo el cine. Quien con mucha frecuencia se sacaba cosas era mi primo Jorge. Yo dudaba que fuera simplemente por una cuestión de suerte y lo atribuía a que los organizadores le daban más boletos a mi tío Lupe porque él tenía el puesto junto a la plaza, donde vendían muchos refrescos, o simplemente porque Jorge se llevaba varias botellas a  destapar y por tanto conseguía más boletos y oportunidades de ganar.

Regularmente la película que pasaban era muy vieja, pero divertida. A la gente le gustaban especialmente las películas texanas o rancheras mexicanas.  Recuerdo que era común que si alguien llegaba al lugar cuando ya la película había empezado, preguntaba al primero que se dejaba si ya había salido “el texano”. Otro personaje famoso era “gorra prieta”, un cuate con cara de menso que se la pasaba haciéndose pelotas y en constante peligro frente a los indios.

La función de cine gratis se daba casi siempre enfrente de la escuela primaria vieja, a veces proyectando en una manta, o a veces simplemente usando la pared como pantalla. Mucha gente llevaba sus sillas cargando, aunque otros se sentaban en piedras o hasta en el suelo.

Cines más formales eran el Cine California, propiedad de la familia Villarruel. Nunca tuvieron un espacio techado; por mucho tiempo la función se daba en el corral de la casa de Filemón Ramírez, con el riesgo de que lloviera y todo mundo tuviera que arrejolarse debajo de unos tejabanes.

Hay mucho que platicar con respecto a lo que el cine significaba para la gente del pueblo: mucha gente vendía maíz, huevos y otras cosas para completar lo que el cine costaba (que no era mucho). Muy posiblemente tendrían problemas para comer el lunes, pero el disfrute de la función del domingo nadie se los quitaría.

Había quienes no se perdían función, por lo que eran reconocidos como gente que sabía del asunto, así que era a quien acudían los demás si no se aguantaban las ganas de saber con anticipación el final de la película o, en caso de que hubiera una falla en la proyección, este paisano sabría si la falla podría significar que se perdiera una parte de la película.

El otro cine, más formal, era el cine Bugazán, del cual yo no sabía entonces porqué se llamaba así.  En mi vida de adolescente prácticamente todos los domingos había que ir al cine. Visto a la distancia, uno diría que realmente era un ambiente poco atractivo y recomendable el que se daba dentro de la sala de cine, pero en ese tiempo nos parecía de lo más normal. Por principios de cuentas, las bancas de madera eran muy duras, mucha gente fumaba y después supe que algunos vagos hasta se orinaban por debajo de las bancas. Este cine si tenía baños, pero uno como hombre más o menos la libraba, cerrando bien los ojos, la bronca más canija era para las mujeres, que siempre iban al cuartito en grupos de dos o tres personas.


Realmente era un sacrificio ir al cine, pues el equipo de proyección era muy viejo y solamente tenía capacidad para proyectar un rollo, la sexta parte de la película, sin interrupción. Una vez terminado el rollo había que reembobinar la cinta y volver a poner el otro rollo, lo que significaban unos 5 minutos entre cada rollo. No sé cuantas horas perdimos en esos espacios de espera. Sin embargo, la gente salía regularmente contenta y dispuesta en ocasiones a caminar entre el agua y el lodo si caía una tormenta, lo cual era bastante frecuente.

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