Alguien me preguntó hace poco por el
cine en San Miguel. Me preguntaron si en mi pueblo también se acostumbraba que
dieran cine en la calle. Le comenté que sí, que de vez en cuando iban compañías
refresqueras que pasaban una película gratuita y en la compra de un refresco
regalaban un boleto para sortear luego artículos como vasos, charolas,
destapadores, Etc. Creo que nosotros nunca nos sacamos nada, pero nos
divertíamos mucho viendo el cine. Quien con mucha frecuencia se sacaba cosas
era mi primo Jorge. Yo dudaba que fuera simplemente por una cuestión de suerte
y lo atribuía a que los organizadores le daban más boletos a mi tío Lupe porque
él tenía el puesto junto a la plaza, donde vendían muchos refrescos, o simplemente
porque Jorge se llevaba varias botellas a destapar y por tanto conseguía más boletos y
oportunidades de ganar.
Regularmente la película que pasaban
era muy vieja, pero divertida. A la gente le gustaban especialmente las
películas texanas o rancheras mexicanas.
Recuerdo que era común que si alguien llegaba al lugar cuando ya la
película había empezado, preguntaba al primero que se dejaba si ya había salido
“el texano”. Otro personaje famoso era “gorra prieta”, un cuate con cara de
menso que se la pasaba haciéndose pelotas y en constante peligro frente a los
indios.
La función de cine gratis se daba
casi siempre enfrente de la escuela primaria vieja, a veces proyectando en una
manta, o a veces simplemente usando la pared como pantalla. Mucha gente llevaba
sus sillas cargando, aunque otros se sentaban en piedras o hasta en el suelo.
Cines más formales eran el Cine
California, propiedad de la familia Villarruel. Nunca tuvieron un espacio
techado; por mucho tiempo la función se daba en el corral de la casa de Filemón
Ramírez, con el riesgo de que lloviera y todo mundo tuviera que arrejolarse
debajo de unos tejabanes.
Hay mucho que platicar con respecto a
lo que el cine significaba para la gente del pueblo: mucha gente vendía maíz,
huevos y otras cosas para completar lo que el cine costaba (que no era mucho).
Muy posiblemente tendrían problemas para comer el lunes, pero el disfrute de la
función del domingo nadie se los quitaría.
Había quienes no se perdían función,
por lo que eran reconocidos como gente que sabía del asunto, así que era a
quien acudían los demás si no se aguantaban las ganas de saber con anticipación
el final de la película o, en caso de que hubiera una falla en la proyección,
este paisano sabría si la falla podría significar que se perdiera una parte de
la película.
El otro cine, más formal, era el cine
Bugazán, del cual yo no sabía entonces porqué se llamaba así. En mi vida de adolescente prácticamente todos
los domingos había que ir al cine. Visto a la distancia, uno diría que realmente
era un ambiente poco atractivo y recomendable el que se daba dentro de la sala
de cine, pero en ese tiempo nos parecía de lo más normal. Por principios de
cuentas, las bancas de madera eran muy duras, mucha gente fumaba y después supe
que algunos vagos hasta se orinaban por debajo de las bancas. Este cine si
tenía baños, pero uno como hombre más o menos la libraba, cerrando bien los
ojos, la bronca más canija era para las mujeres, que siempre iban al cuartito
en grupos de dos o tres personas.
Realmente era un sacrificio ir al
cine, pues el equipo de proyección era muy viejo y solamente tenía capacidad
para proyectar un rollo, la sexta parte de la película, sin interrupción. Una
vez terminado el rollo había que reembobinar la cinta y volver a poner el otro
rollo, lo que significaban unos 5 minutos entre cada rollo. No sé cuantas horas
perdimos en esos espacios de espera. Sin embargo, la gente salía regularmente
contenta y dispuesta en ocasiones a caminar entre el agua y el lodo si caía una
tormenta, lo cual era bastante frecuente.
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