jueves, 5 de noviembre de 2015

Merolicos (vendedores ambulantes)

Escrito originalmente el 25 de julio de 2010




La palabra merolico no la usábamos cuando niños, pero creo que puede emplearse para referirse a los vendedores que de vez en cuando llegaban al pueblo, con un coche habilitado con una gran bocina, ofreciendo productos que tenían toda una gama de virtudes para la salud y para la belleza.

Regularmente los coches se estacionaban por un rato en dos o tres de las esquinas más estratégicas del pueblo, para que su mensaje llegara a la mayor cantidad de personas. Como no había mucho tráfico, a veces se estacionaban a media calle en los cruceros, sin que nadie se molestara; eso sucedía con frecuencia cuando llegaban a la esquina de la tienda de mi tía Félix.

Yo no sé si este tipo de vendedores seguirán visitando algunos pueblos, al nuestro dejaron de ir hace muchos años. Sería interesante conocer si alguien ha tenido la oportunidad de grabar o registrar las palabras utilizadas por los vendedores, en las que a través de su lenguaje trataban de mostrar sus amplios conocimientos, al igual que proyectar un tono de seriedad.

El “anunciador”, como le decíamos a veces cuando niños, una vez estacionado, sacaba un viejo micrófono cubierto con un pañuelo y después de soplarle para verificar su funcionamiento, saludaba con voz solemne a todas las señoras y señores, jóvenes y señoritas del pueblo y luego continuaba diciendo algo como: “Por encargo de los prestigiados laboratorios X, en esta ocasión venimos hasta la puerta de su hogar para ofrecerles una gran promoción para beneficio de su salud…” y continuaba con su perorata. Los niños y desocupados que andábamos por ahí empezábamos a acercarnos a cierta distancia, yo creo que por la novedad y porque el merolico lograba llamar nuestra atención y sentíamos que algo aprenderíamos, aunque algunos simplemente movidos por la curiosidad de ver quienes irían luego a comprar los productos anunciados.

El vendedor hacía una larga lista de los síntomas que podría tener la gente y que justificarían el empezar a usar el producto que ofrecía: “¿Se levanta Ud. por la mañana sintiendo en la boca un fuerte sabor a centavo?”. “Por las tardes termina Ud. con las piernas hinchadas?”. “¿Le duele la cabeza y siente Ud. mareos?”. “Tome Ud. el potente aceite de hígado de bacalao del Dr. Fulanito”. “Tres cucharadas diarias, una antes de cada comida, le ayudarán a Ud. señor, a Ud. señora, a Ud. joven o a Ud. señorita a eliminar todos esos síntomas.”.

“Se levanta Ud. por las mañanas con dolor en las articulaciones y tiene que decirle a su esposa “ay viejita, ayúdame a subirme al caballo”. Una fricción diaria con la pomada del veneno de abeja y verá Ud. como poco a poco sus problemas desparecerán”.

“¿Cuántas mujeres, a los tres meses de embarazo tienen su cara completamente cubierta de paño? Para ellas, les estamos trayendo en esta ocasión la famosísima crema de concha nácar”.

“Este producto, que en las farmacias lo encontrará Ud. con un precio de 30 pesos, en esta única ocasión, los prestigiados laboratorios X me han solicitado que lo traiga hasta la puerta de su hogar por la módica suma de 10 pesos. Sí señor, sí señora, solamente diez pesos en este carro, para que no pierda Ud. esta oportunidad. Además, si Ud. se lleva dos paquetes, como una promoción única, le costarán únicamente 15 pesos. Escuchó Ud. bien, señor, escuchó Ud. bien señora, solamente 15 pesos por dos paquetes de la milagrosa pomada de veneno de víbora de cascabel.”

No dejaba de tener su mérito el que estos vendedores pudieran hablar con detalle, por un buen rato, de todos los beneficios que podrían traer para la salud algunos productos tan simples como la levadura de cerveza, o las cápsulas de vitamina E.


Regularmente no vendían más de dos productos diferentes en cada visita, así que dedicaba al menos una media hora para hablar de las bondades de uno de ellos y después presentaba el segundo, para luego estar recordando a la gente su oferta. También en ocasiones ofrecían un precio especial a quien se llevara los dos productos, en ese sentido, convenía no avorazarse y pretender comprar lo primero que se anunciara.

Yo creo que los mejores clientes de estos vendedores eran mujeres, pues a la hora en que llegaban muchos de los esposos estaban trabajando en el campo o lejos de sus casas. De cualquier manera, las señoras tomaban las cosas con calma y se acercaban muy poco a poco a la unidad, aunque lo más común era que mandaran a alguno  de los hijos a hacer las compras. A mucha gente no le gustaba que los demás vieran que eran los primeros en ir a comprar algún producto, sobre todo cuando era un remedio para problemas como callos y pie de atleta, cucharadas para las lombrices, o algo que se refiriera a un problema de salud que uno prefiere mantener en la discreción. A otros realmente les daba igual y hasta parecían disfrutar el que se viera que tenían capacidad de compra o que se preocupaban por su salud.

“Venga Ud. señor, venga Ud. señora, acérquese a este aparato de sonido, o envié a uno de sus niños, pero no deje pasar la oportunidad. Recuerde que su salud es lo más importante”. En ocasiones, el vendedor simulaba que recibía un comprador, o decía “ya se están empezando a acercar personas que se preocupan por su salud, personas a las que les preocupa su bienestar…”. Con esto animaba a los que ya estaban decididos en comprar, pero les daba pena ser de los primeros. Por supuesto que en muchas de las ocasiones las mamás conocían ya los productos y estaban convencidas de sus beneficios y no dudo que estaban esperando una oportunidad para reponer algo que ya se habían gastado, así que pronto acudían a hacer su compra.

Lo que llevaban a vender podrían calificarse como medicamentos de uso general o complementos alimenticios, como reconstituyentes vitamínicos, jarabes para abrir el apetito, aceites, cremas, remedios para las reumas, pomadas. Es decir, regularmente no se vendían productos que pusieran en riesgo la salud por un mal uso. Tal vez lo que más se acercaba a un medicamento eran los jarabes para la tos.

En las últimas ocasiones en que llegué a ver estos vendedores, ya no tenían que aventarse todo el mensaje, que después de repetirlo durante horas debió haber sido bastante cansado, sino que lo llevaban grabado en un audiocassete. Cosas de los avances tecnológicos.

Había algunas ocasiones en que estos merolicos batallaban porque cuando estaban anunciando sus productos, su bocina era opacada por el sonido de alguno de los tocadiscos, que empezaban a dar algún anuncio que alguien había ordenado o simplemente a tocar las canciones preferidas de algún borrachín. En estas ocasiones, los vendedores mejor se retiraban hacia alguna otra parte del pueblo en la que se pudiera escuchar mejor su mensaje.

Como en otros casos, es difícil explicar porqué dejaron de visitar el pueblo estos merolicos. Yo supongo que la gente simplemente tuvo con el paso del tiempo más opciones para atenderse en problemas de salud o para comprar estos productos cuando iban a Poncitlán o a Guadalajara.  Es probable también que la gente confió más en la calidad de los productos que compraban directamente en una farmacia. Digo esto porque considero que se trataba de productos que aún a estas alturas siguen siendo muy necesarios.


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